Texto e ilustración: Gerardo Espinoza
Revisión: Luis Arbaiza
Precisa y fría era la mañana cuando Farid despertó
desconcertado; las únicas sensaciones que contenían esos primeros segundos eran
las palpitaciones en el pecho y el brazo que no paraba de temblar.
Percibió zumbidos y voces interminables. Trataba de atender a
la clase pero cada cosa dicha por la maestra se perdía en algún lado antes de
llegar a él. Inclinó la cabeza por varios minutos, ocultando su mirada cansada.
Giró el cuello buscando en el aire sin fondo de la ventana algo de libertad.
-¡Farid, ponga atención!– era la maestra Mildred
exhortándole desde el otro extremo del salón. Su voz chirriante lo despertó de
aquella ensoñación; algo empezó a escapársele mientras su cuerpo se estremecía
en medio del aula. Luego un zumbido, los temblores y el inevitable deseo de
querer girar la cabeza sin parar, querer gritar, ponerse de pie o pedir ayuda;
pero nadie movía un dedo. Ni siquiera para escapar. Todos permanecían inmóviles.
Luego, en silencio y lentamente, cada objeto a su alrededor
empezó a levitar, desatando pánico entre los compañeros pero más aún en él; las
ventanas vibraron, pulverizando los cristales. Era incapaz de contener toda esa
energía emanada de su cuerpo. De hacerlo acaso esta destruiría sus adentros. Un
vórtice luminoso se proyectó a su alrededor y contra toda lógica toda el aula
entera levitó.
Le atormentaba la idea de provocar sufrimiento, sentía cómo
iba perdiendo cada uno de sus sentidos dejándolo a merced de ese poder
incontrolable. Convulsionaba ingrávido, elevado a un metro del suelo, creyendo
que pasaban los minutos sin saber que todo esto sucedía a la vista de todos en
sólo diez segundos.
Toda la clase sintió aterradores ataques de taquicardia, algunos
compañeros incluso giraban descontrolados dando gritos terribles mientras
chocaban entre sí.
Entonces sintió esos brazos pequeños que le rodearon el
cuello; una chica gritaba a su oído palabras dulces que empezaban a hacerse
espacio en su locura, devolviéndole algo de lucidez, trayéndole un
instante a la realidad. La pudo mirar y supo que era Isabel; la chica del
costado. Sintió pavor instantáneo; no quería hacerle daño, pero el campo de
energía se hacía más y más violento. A pesar de todo esto Isabel seguía
aferrada a su cuello, suplicándole que pare por piedad, por favor…
Instantes después el zumbido cesó y ambos desaparecieron.
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