domingo, 9 de noviembre de 2014

El magnífico mago Mystére 3: La prisión más segura de Europa

Autor: Glauconar Yue
Ilstración de Philip Jacques de  Loutherbourg (1791)

La intensa brisa marina azotaba la gabardina del inspector François Bergier, quien se detuvo sobre una roca cubierta de arena y nieve. El inspector cubrió su calva negra con un gorro de lana, alzó la mirada hacia los muros de la prisión y sintió envidia del detective Planchard. Mientras Bergier daba vueltas por estos parajes inhóspitos, el encargado del caso del Garou había vuelto a las calles hace poco. Había sido casi un mes en el que las extrañas muertes se habían dejado de registrar. Realmente daba ganas de creer que el mago Mystére había desaparecido al monstruo en su desconcertante espectáculo, incluso si un pobre muchacho inocente hubiera desaparecido junto con este. ¿Qué tal, incluso, si el muchacho era efectivamente el asesino? Era una conjetura seductora, pero representantes de la ley como Bergier y Planchard estaban obligados a buscar pruebas.
Sin embargo, hace dos días, apareció un caso más, con las precisas características del temido asesino en serie: violencia visceral, marcas de garras y dientes, sin testigos. En la misma noche, además, Jules Mystére había huido de prisión. El inefable mago que se había negado a declarar sobre la desaparición del muchacho en su espectáculo había huido, y no de cualquier lugar, sino de la prisión más segura de Europa, el siniestro Château d'If. ¿Sería incluso capaz de cometer dos crímenes incomprensibles en una sola noche? Había pocos hombres en el mundo capaces de actuar tan sigilosamente, por lo que matar dos pájaros de un tiro también era tentador. Si Bergier hubiese tenido a un embaucador semejante frente a frente, le habría arreglado cuentas a puñetazos. Pero Bergier era un representante de la ley, obligado, no a atrapar al criminal, sino a investigar cómo escapó.

El muro antiguo y gris del castillo se alzaba por encima de la figura del inspector que recorría su perímetro. La construcción había sido erigida como fortaleza romana en el siglo IV sobre un peñasco, una roca a dos kilómetros de la costa norte, mirando hacia Inglaterra. Posteriormente fue renovado por múltiples generaciones de nobles. En tiempos napoleónicos pasó a ser utilizado como prisión, y hace 7 años había sido renovado con concreto reforzado, puertas de acero, cámaras de vigilancia y sensores láser. A su alrededor había tres botes patrullando a todas horas y sondeando el agua con reflectores durante la noche. Para cualquier nadador que vieran, tenían orden de disparar. Sin embargo, los guardias de los botes sentían alivio de nunca haber tenido que usar ese recurso. Ni siquiera en la noche en la que escapo Mystére.
Sin embargo, lo que incomodaba a Bergier no era el fallo de seguridad ni el frío húmedo que calaba hasta sus huesos. Lo más perturbador era un garabato con pintura blanca en lo alto de la pared, coincidiendo justo con la celda en la que había estado el fugitivo. Consistía de un círculo central con varias líneas que lo intersectaban y deshacían en espirales a su alrededor. Visto en detalle, tampoco parecía haber sido hecho con pincel. "Sin duda," pensó, "nuestro mago ha querido volver su escape más espectacular. Vaya que debe haber sido fácil para él salir, como para que le sobrase tiempo y se tomase la molestia de volver a detenerse aquí..."
Antes de terminar de dar la vuelta a la esquina, sus ojos recayeron en un objeto metálico que resonaba entre las rocas y el mar. Bergier corrió lo más rápido que pudo, evitando resbalarse sobre las rocas congeladas, para recogerlo antes de que la marea se lo volviese a llevar. Hundió su mano en la espuma helada, humedeciendo la manga de su gabardina, y dio con una lata oxidada. Era aerosol blanco, corpus delicti, pero a pesar de resonar con la marea, estaba pegada a una roca por una colonia de algas y almejas, por lo que el inspector tuvo que forcejear con su mano sumergida mientras sentía los punzadas en lo hondo de su carne.
Finalmente recogió el objeto y caminó lentamente de vuelta hacia el muro de la prisión. Aunque recubierta con concreto, la mampostería medieval todavía era visible, y el muro mantenía una muy ligera inclinación. A pesar de su ligero sobrepeso, Bergier decidió hacer la prueba. Puso la lata de aerosol en su bolsillo y empezó, paso por paso, a escalar la pared. Después del quinto paso ya no sabía qué tan alto estaba, y una sensación desconocida lo inspiraba a seguir subiendo. Sin mirar atrás. En cosa de minutos ya estaba a solo un brazo de la distancia de la pequeña ventana garabateada. Su barrotes estaban intactos y también tenían rastros de aerosol. Dio un paso más, hacia un claro orificio que aún se veía entre las piedras. Sin embargo, su pie rebotó. Cuidadosamente, estiró su brazo hacia abajo para tantear de qué se trataba, pero acabó doblándose sobre sí mismo hasta que su mano alcanzó algo. Volteó a mirar qué era, vio las rocas y el mar varios metros bajo él, y resbaló. Cayendo por el aire, recordó su entrenamiento y logró apoyar un brazo para no golpear su rostro contra los peñascos. El antebrazo, al caer, crujió.
Cabizbajo, magullado, con la nariz sangrando y cubierto de hielo y arena, el inspector Bergier regresó a las oficinas de la prisión.
-Inspector, ¿está bien?- preguntó solícita Julienne, una conserje de cabello gris,- ¿Puedo ayudarle?
-Tráigame a todos los guardias- gruñó Bergier sin alzar la mirada.
En turnos, grupos de guardias con uniforme azul y botas negras, suelas de hule, fueron desfilando por los pasillos de la administración. En este lado de la prisión todavía se mantenía a la vista los muros de construcción romana y varias reliquias del esplendor medieval, aunque las máquinas de tortura habían sido llevadas a un museo en París. Bergier no alzó la mirada ante ninguno de los guardias y dejó pasar a tres grupos de cinco, hasta que su mirada cayó en la punta rota de una bota. Era de ahí que provenía el pedazo de hule que había encontrado entre las rocas del muro. El inspector miró a los ojos azules del joven ingenuo y lo empujó gritando hacia la sala de interrogatorios, donde golpeó enérgicamente la lata de aerosol sobre la mesa.
-T-tiene razón,- confesó el guardia, con la cara enrojecida,- yo dibujé ese símbolo, pero no tiene nada que ver con el escape del mago. Todo lo contrario. Pensé que, si tenemos un recluso con poderes mágicos, quizás no baste con los medios comunes. Por eso aproveché la ocasión cuando estaba de guardia, así no fui visto cuando trepé al muro. Es un emblema alquímico que sirve para bloquear el uso de cualquier tipo de hechicería. Bueno, supuestamente. Claro, no se puede demostrar que estas cosas funcionan, pero creí que era mejor prevenir...
-Estoy rodeado de ineptos- gruñó el inspector, saliendo del cuarto.
En contra de la insistencia de la conserje Julienne, Bergier se negó a ir a un hospital por su brazo roto y tampoco pasó más de cinco minutos en la enfermería para recibir más que un entablillado somero. En cambio, prefirió tomar un breve descanso con un vaso de whisky en la sala de descanso de las oficinas, que tenía una amplia ventana con vista al mar. Otro de los conserjes, un hombre delgado y pálido de lustroso cabello negro, se le acercó.
-Se está tomando la situación muy a pecho. No se martirice. Nadie ha demostrado la conexión entre este caso y los asesinatos.
-Quizás tenga razón,- suspiró Bergier,- pero soy yo el que decide en este caso. Depende de mí juzgar la seguridad de la prisión que usted lleva...
-Por supuesto. Nadie ha dicho lo contrario, y no pretendo influenciarlo. Solo quería sugerirle una idea, que quizá le ayude: este castillo fue reconstruido en el siglo XVI por el rey Louis XII.
-¿Cómo cree que eso me va a ser de ayuda?
-Creo que nuestro fugitivo tenía una relación particular con el rey Louis. Después de todo, se hizo conocido en la ciudad de Montdelouis, que se llama así porque fue ese rey quien lo fundó. Louis XII también experimentaba con alquimia y cábala, no por nada fue el patrocinador de Nostradamus, en cuyos rituales participó de vez en cuando. Pero incluso sin eso, un hombre con gusto por lo misterioso en esos tiempos podía también servirse de pasajes ocultos, sociedades secretas y criptogramas. Es posible que Jules Mystére conozca las claves que Louis XII escondió en su arquitectura...
-Disculpa,- corrigió otro conserje que se encontraba sentado detrás de ellos,- pero Montdelouis no fue fundada por Louis XII, sino por Louis III, en la época carolingia...
-No, no,- corrigió Julienne,- Montdelouis se deriva de Mont des Loups, el monte de los lobos. Habrá sido algún Louis el que libró al lugar de la plaga, exterminando a los animales, pero el lugar tiene su nombre de ellos, no del rey.
-¿Es por eso que todavía creen en hombres lobo?- especuló el primer conserje.
-Señores,- interrumpió Bergier,- hay otros detectives ahí afuera cazando fantasmas y hombres lobo. Pero nosotros nos dedicamos a atrapar criminales. Por eso estoy aquí. Debemos saber cómo escapó Mystére para poder atraparlo.
En el oscuro salón de archivos, Bergier pasó a revisar los microfilmes que registraban los mapas de distintos siglos bajo una focalizada luz anaranjada. Efectivamente, todos los pasajes secretos parecían haber sido sellados según los mapas actuales. Pero entre los tres casos de escape que había tenido el castillo en sus doscientos años como prisión, uno de ellos implicaba al prisionero de una celda no igual, pero sí cercana a la que había ocupado el mago. Bergier decidió salir otra vez hacia la costa para buscar el túnel de escape de 1897.
Los guardias solo tuvieron que remover las rocas y la arena congelada bajo la indicación de Bergier por unos minutos. El piso cedió repentinamente, tragando lo que quedaba a su alrededor por una boca negra. El túnel solo había sido precariamente clausurado y luego olvidado por más de un siglo. Bergier fue el primero en saltar hacia la oscuridad, para encender recién después su linterna. Los guardias lo siguieron, armados aún con lampas y picos, dispuestos a limpiar el camino derruido. Sin embargo, en todo su transcurso no encontraron obstáculo. Pareciera que alguien ya había ordenado el camino hace poco, aunque sin usar la misma entrada que ellos.
No hizo falta andar mucho más para encontrar la respuesta. Tras unos metros, el túnel se bifurcaba, conectado a un pasaje amurallado de mampostería medieval. La puerta de hierro oxidado que lo antecedía estaba abierta y bajo ella yacía un candado antiguo. A diferencia de la mayoría de cosas a su alrededor, el candado aún no estaba cubierto de telarañas.
Bergier sostuvo brevemente la linterna sobre una fotocopia del mapa para confirmar que se encontraban en uno de los caminos secretos cuya entrada principal estaba sellada con dos toneladas de concreto. Los fugitivos decimonónicos no habían sido capaces de abrir el candado y tuvieron que subir a la superficie para tomar un bote. Mystére, en cambio, había entrado por el túnel de escape sabiendo de la conexión. Como escapista experto, ni siquiera un candado de siglos pasados pudo detenerlo. Siguiendo el pasaje secreto, el mago habría pasado bajo los dos kilómetros de mar en una hora, para ascender en tierra firme, en una calle del casco medieval de la pequeña ciudad de Horlieux. Y todo eso, sin tener que desmaterializarse.
El inspector, sin embargo, no siguió el pasaje secreto. La interrogante que debía resolver ahora mismo ya no era cómo el mago había salido del túnel, sino cómo había entrado. La entrada del camino tampoco estaba lejana y, como pronto pudieron ver, tampoco había sido sellada con concreto. Era solo una placa de roca la que se encontraba sobre sus cabezas. Bergier la empujó con la mano, pero la piedra no se movió.
-Parece que sí está bloqueada, después de todo- sugirió un guardia.
-Pamplinas- insistió Bergier y apoyó su hombro contra la piedra, que empezó a saltar ante su fuerza.
-¿Qué andan pensando?- reclamó a los guardias,- ¡Vengan y ayuden, pues!
De inmediato, los otros dos hombres se le unieron y volcaron el peso hacia arriba, derribando un escritorio que había tenido apoyado encima. Salieron a la luz al interior de una celda, frente a un recluso que gritó impactado por la sorpresa. El delgado hombre pelirrojo se había acuclillado en una esquina, sosteniendo la estampa de algún santo entre sus manos. Bergier salió del foso, sacudió sus ropas y avanzó hacia el prisionero.
-Buenas tardes. ¿Es usted Yves Lagauche?
El recluso asintió nerviosamente.
-Soy el inspector François Bergier. No tiene qué temer si responde todas mis preguntas. En realidad, ando buscando a su compañero, Jules Mystére. ¿No lo habrá visto por acá?
-P-pensé... Había escuchado que se escapó.
-¿Había escuchado? Monsieur Lagauche, acabamos de comprobar que Mystére ha huido por el piso de su propia celda. ¿Está seguro que no lo vio?
-¿Cree que soy idiota? Si supiera de esa salida, ¿no cree que me habría escapado yo primero?
-Claro,- murmuró Bergier, sacando de su bolsillo una pequeña botella de Brandy,- entonces, cuénteme qué sabe sobre Mystére.
Los ojos de Lagauche se iluminaron al ver caer un par de gotas del líquido en una taza. Aceptando el regalo, empezó a contar:

La verdad, el tipo sí era bastante extraño. No parecía capaz de usar un arma, pero tenía esa cosa, el nervio que tienen los jefes. En las primeras semanas, Lou, uno de los fuertes, buscó pelea con él. Este Mystére no tenía músculo, pero esquivaba todos los golpes. La pelea siguió durante varios minutos y Lou se empezaba a cansar, cuando los guardias los separaron.
Luego, Lou y sus secuaces intentaron ponerle trampas. Le mezclaron pedazos de vidrio en sus tallarines, pero al momento de comer, fue Lou el que los encontró en su plato, mientras Mystére comía sin preocupaciones. Otro día me enteré que a Lou le había caído caca por la ducha. No sé si Mystére lo hizo para vengarse, o si era otro truco de Lou que había salido mal. Empezaron a decir que Mystére tenía protección, un ángel guardián.
Pero lo más raro fue que una noche, cuando nos hicieron volver del patio a nuestras celdas... Bueno, en ese momento no me di cuenta hasta la mañana siguiente, pero de alguna manera acabé yo en la celda de él. A los guardias no pareció importarles para nada. Al día siguiente, además, Lou me murmuró palabras agresivas, y en el baño, al enjabonarme, algo me cortó. Mire, aquí tengo la cicatriz fresca aún. Habían puesto una navaja en mi jabón.
Fue muy raro ese día, todos me trataban como si no fuera yo. Quizás Mystére no tenía pacto con un ángel, sino con el diablo, y me maldijo para cambiar de lugar conmigo, por eso todos me veían como él. Y debe ser así que se hizo pasar por mí y, en mi habitación, usó la salida secreta.
Por suerte, a la noche siguiente pude volver a mi habitación y todo regresó a la normalidad, excepto que Mystére había escapado. Y bueno, también faltaba algo entre mis cosas, un amuleto que mi abuelo me había traído hace tiempo desde Montdelouis. Pero ya sabe, ladrón que roba a ladrón. Además, a cambio me dejó un par de dados. No parecen trucados, pero siempre ganan.

Bergier volvió a comprobar todas las cámaras de vigilancia de la prisión para el día del escape. Vio claramente a Lagauche entrar a su celda y a Mystére en la suya. El con qué truco, diabólico o no, el mago hubiese intercambiado su identidad, no era una pregunta necesaria para esta investigación. Bastaba con reportar que la falla de seguridad había sido identificada. Sin embargo, sería mucho más difícil atrapar a alguien si es que efectivamente era capaz de intercambiar identidades con cualquiera. Y si el mago se dejó atrapar tan fácilmente, ¿no habrá sido a propósito solo para conseguir este amuleto que tenía conexión, precisamente, con la ciudad en la que tejía sus intrigas? Estas cosas no dejaban de dar vueltas por la cabeza de Bergier, pero no podía escribirlas en un reporte. Planchard tampoco se las creería.


2 comentarios:

  1. Me agrada como toda la historia del mago se va contando por terceros, es sin duda una prosa increíble.

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  2. Como te dije la vez que estuviste en Lima: es todo tan cinematográfico.
    La prisión me recordó a la vista en el Gran Hotel Budapest. Me encantó!

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