martes, 23 de diciembre de 2014

Flores de la muerte 1: La muerte es tan cierta como la hora incierta


Autor: Dan Lenovo
Revisión: Glauconar Yue

La mañana bendice la tierra de aquella olvidada ciudad, mientras todos los engranes comienzan a rotar. Conforme las sombras crecen, la gente despierta. En el centro de la urbe, todo marcha como de costumbre, los primeros camiones de pasajeros comienzan su eterno recorrido, el dulce aroma del pan de Doña Cecilia inhunda las calles, las viejas cantinas avientan a sus no tan refinados comensales a la calle para cerrar después de una larga jornada de trabajo. Un joven despierta,  a la mitad de la avenida principal,  completamente desnudo, cubierto de cicatrices, que a su vez forman un hermoso dibujo a través de su piel.
El viejo oficial Martínez  se llevaba las manos a la cabeza en señal de desesperación. Los fuertes gritos de la iracunda mujer, tan temprano por la mañana, lo ponían sumamente de malas. Su despacho era pequeño, solo consistía de su viejo pero leal escritorio, una linda cómoda y un perchero donde colgaba su Beretta 92, la cual siempre había presumido, a pesar de que nunca la había disparado. Y ¿por qué iba a hacerlo? El último caso donde se vio involucrado fue el choque de un viejo borracho, que terminó por estacionarse en la sala de una familia. Aunque, claro, eso sería si omitiéramos el caso de desaparición de un chico de 22 años hace una semana, quien mágicamente había vuelto esta mañana. No obstante, Martínez deseaba que jamás hubiese aparecido con tal de no tener que soportar a su madre.
Aquella mujer golpeaba con fuerza el escritorio del oficial, su lindo rostro se deformaba por las muecas de la ira. La señora tendría alrededor de 50 años, pero a pesar de su edad, era una mujer atractiva.
-¿Qué quiere decir con que ya no va a continuar la investigación?– gritó tan fuerte como sus pulmones se lo permitían.
-Señora, nunca dije que no continuaríamos investigando; pero su hijo no recuerda nada, no hubo señal de secuestro y sus cortes parecen tatuajes, así que para lo que respecta a esta oficina, él bien pudo haberse ido de jarras- replicó.
La madre del chico lanzó una última mirada fulminante y se marchó para alivio del cansado y despreocupado oficial. Afuera de la oficina se encontraba aquel joven. Tod Gilbert era un chico de apenas un metro con setenta y tres centímetros de altura, cabello oscuro completamente revuelto y un rostro que, aunque agradable a la vista, no le daría trabajo de modelo. Su tez era blanca con unas ligeras pecas esparcidas a lo largo de su rostro. De la barbilla para abajo, todo su cuerpo estaba cubierto por sus recién adquiridos cortes en forma de espirales, palabras escritas en latín u otro idioma desconocido; algunos incluso formaban pequeños animales, como pájaros o conejos.
Tod miraba a su madre confuso, no podía recordar nada de la semana pasada, aunque en el fondo sabía que más que no poder recordar, era más bien que no quería hacerlo. Su madre lo tomó en sus brazos, contenta de tener a su hijo de vuelta, mientras él le regresaba su tierno abrazo. Algo en ese gesto lo tranquilizaba pero, a la vez, lo hacía tener un extraño sentimiento que no comprendía.
La puerta de la casa se abrió lentamente para dar paso al recién encontrado y su madre que regresaban de la comisaría. Al entrar, una linda jovencita de unos 20 años saltó a los brazos del joven, mientras que gotas cristalinas pendían de sus mejillas.
-¡Te extrañé, insecto!- dijo tiernamente la chica.
-Te necesitaba, comadreja– contestó el chico juguetonamente.
-Oh, por fin admites que no puedes vivir sin mí.- La sonrisa de la niña se iluminaba mientras colgaba del cuello de Tod.
-Amanda, por favor no molestes a tu hermano, él necesita descansar– intervino su madre.
Con un lindo puchero, Amanda se alejó, mientras lo observaba detenidamente. La semana más tortuosa de su vida había terminado, o por lo menos eso había pensado ella, sin imaginarse que ahora su hermano estaba  más lejos que nunca.
Los días pasaban y las noches azotaban la mente de Tod, horribles pensamientos asaltaban sus recuerdos apenas cerraba sus ojos. Terribles escenas de pena y dolor bailaban en sus sueños y una ansiedad que no entendía se apoderaba de su cordura.
Un grito estridente retumbo en su habitación. Su hermana ya no soportaba su actitud retirada en los últimos días. Ella no podía soportar, como su risueño hermano mayor se había convertido en un ser abstraído, que apenas y salía de su cuarto; Durante días Amanda había tratado de acercarse a su hermano, pero él permanecía inamovible, y esta noche su intento fue frustrado por un arrebato de frustración, que había provocado que aquel perturbado muchacho aventara  a su hermana contra la pared.
-¡Amanda, déjame en paz!– Su grito era desesperado, podía oírse la agonía en cada una de sus palabras.
-Hermano, te extraño…- dijo Amanda entre lágrimas.
Fue en ese instante que un sentimiento se apoderó del colérico muchacho. Por alguna razón, su mente no podía dejar de pensar en cómo sería si un cuchillo atravesara el abdomen de su hermana. ¿Cuáles serían sus gritos al momento de cortar sus dedos lentamente?, ¿qué sensación provocaría el estrujar sus pulmones con su propia mano? Tod no estaba enojado con ella, no había justificación para esos pensamientos, nada más que el simple placer que estos le provocaban.
Un llanto rompió el letargo del joven, haciéndolo volver a la realidad. Cuando recobró la conciencia, vio algo que lo aterró: su hermana se encontraba a sus pies, llorando perdidamente, mientras un pequeño corte en su mejilla pintaba de rojo su hermoso rostro; pero lo que más perturbó a Tod era el hecho de que él era quien sostenía la pequeña navaja, culpable de la cortada.
Con un grito, Tod se levantó y corrió hasta un rincón de su habitación, completamente aterrado de sí mismo, al mismo tiempo Amanda se levantó, y miró completamente horrorizada  a su hermano, no supo qué decir, no supo qué hacer, simplemente salió corriendo del lugar deseando olvidar. Tod miró la puerta ser azotada, dejándolo solo con sus pensamientos. Mientras sus miedos iban y venían, una duda llego a su mente: ¿De dónde salió aquella navaja? Él no poseía nada por el estilo y, sobre todo,  ¿dónde había quedado después?
La semana siguiente fue la cosa más horrible para aquel pobre muchacho, no podía evitar ver a todas las personas como lindas piñatas, esperando que él las rompiera para esparcir sus  dulces de cereza por doquier. Nadie se salvaba, ni sus padres, ni los niños que jugaban frente a su casa, todos eran tan perfectos para ser apuñalados.
El miedo lo invadió. Se sentía solo, atrapado, con el corazón muerto de desconfianza. No recordaba otro momento tan desesperado en toda su vida, excepto quizás…


Las luces de la calle bailaban frente a sus ojos, mientras su espalda descansaba en el gélido pavimento de la avenida principal de su pequeña ciudad. Sentía cómo su sangre lo abandonaba rápidamente, por una hendidura que lo atravesaba casi por completo, desde su ombligo hasta su columna. Una voz ronca y profunda se alzó de entre las tinieblas, era elegante pero a Tod lo horrorizaba.

-Oh, dulce Carolina, siempre me ha encantado eso de ti, no importa cuánto tiempo pase, tú sigues llorando, cada vez que alguien admira mi obra.
-Nunca lo entenderías– contestó una voz tan hermosa que parecía casi celestial, era obvio que era de una mujer. Sin embargo, Tod no podía verla.



El piso debería estar tan raspado como el corredor en una vieja central de trenes, debido al ir y venir de aquel joven perturbado. Se sentía inútil, nada de lo que hacía parecía calmar aquellos horribles pensamientos que trastornaban su mente. Fue entonces que una leve idea se cruzó entre sus demencias, ir con Roberto. Roberto es el caricaturista en jefe de una de las tiras cómicas más populares del país, además de su jefe y mejor amigo. Hace medio año lo había conocido cuando fue a dar una conferencia en su antigua universidad. El impacto que tuvo  en Tod fue tal que de un día para otro decidió tirar dos años de estudios a la basura por seguir lo que él consideraba su mayor anhelo, dibujar las mejores tiras cómicas y hacer reír al mundo. Desde aquel momento, Roberto lo había ayudado y apoyado, mientras todos los demás lo criticaban. Él podía tener aunque fuera una palabra de consuelo para su torturada alma.

Con la mirada a sus zapatos, caminaba nervioso por la calle deseando llegar a su destino, se sentía ansioso. Saciar su horrible deseo era en lo único que podía pensar, hasta que algo se cruzó en su camino. Frente a él se encontraba Guillermo Fuentes, el padre de Roberto y el dueño de la editorial donde trabajaba.  Guillermo era un hombre gordo que rondaba los 60, pero su apariencia bien podría ser de 80, su cabello canoso y su siempre sudada piel grasosa le daban un toque horrible. Junto a aquel sujeto se encontraba una exhuberante mujer, quien gritaba y lloraba, mientras Guillermo la arrastraba hacia el interior de un pequeño callejón.
-Vamos nenita, lo vas a disfrutar en cuanto lo sientas hasta adentro– gritó el gordo, seguido de la más molesta carcajada.
La chica no era competencia para la fuerza de Guillermo, sus opciones se limitaban a llorar y esperar a que un milagro la salvara. Fue entonces cuando un recuerdo inhundó la mente del observador:


Los borradores de la historieta por la que tanto había trabajado volaron frente a la cara de Tod, delante de él se encontraba Guillermo sentado plácidamente en su escritorio.

-Niño, eso es la peor basura que he leído en toda mi vida– la asquerosa risa golpeaba fuertemente en lo que quedaba del orgullo de Tod.– Recoge esa mierda y sal corriendo de aquí, de pasada dile a mi secretaria que pase, que es hora de su tra-ba-ji-to– concluyó, acentuando especialmente esa última palabra.
Tod salió de la oficina, solo para ver la cara desanimada de la secretaria del señor Fuentes, quien había escuchado su conversación y ya sabía lo que aquellas palabras significaban. El muchacho salió corriendo hacia las oscuras calles del centro sin decir nada, mientras que el llanto parecía lo único que podría sanar sus lastimados sentimientos.

Entrando al callejón, vio cómo Guillermo desgarraba el ya pequeño vestido de aquella mujer. Tod comenzaba a sudar fuertemente, mientras apretaba un machete que sujetaba en su mano derecha. ¿De dónde había salido? Fue entonces cuando aquellos pensamientos volvieron a él. “Mátalo, él te humilló.  Salvarías a aquella mujer de un futuro horrible. Nadie se molestará si ese bastardo amanece con el cuello desgajado”.
De manera repentina, salió de sus pensamientos y notó que había perdido la conciencia. Sólo que esta vez los resultados eran más graves. Bajo de él yacía parte del cuerpo del señor Fuentes, el resto de él estaba esparcido por todo el callejón. Un hígado por aquí, medio riñón por allá. A su lado, arrimada a la pared, se encontraba aquella mujer bañada de sangre, mirándolo directamente a la cara con una expresión de horror que solo era superada por la sangre que la empapaba.
Tod se espantó al ver lo que había hecho. De inmediato soltó el machete ensangrentado que aún sujetaba en su mano, y salió corriendo del lugar, dejando tras de sí un sendero marcado por la sangre del padre de su mejor amigo.  Si bien sentía un miedo horrible por lo que había hecho, había algo más fuerte, algo que no había sentido en días: paz.
El oficial Martínez observó nuevamente la escena del crimen: el señor Guillermo Fuentes había sido descuartizado en un pequeño callejón, para colmo no había ninguna pista. No había huellas, el arma homicida no aparecía por ningún sitio y la única testigo, la más reciente secretaria del señor Fuentes, afirmaba no recordar nada de lo que pasó en el aquel callejón.
Sin duda era un mal día para el impaciente inspector, quien no podía dejar de contar los días para archivar el caso. Cuando se volteó, con el plan de volver a su vehículo para mandar a alguien que viniera a limpiar, un hombre vestido con un traje que parecía de guardia privada lo detuvo y lo estampó contra la pared. El hombre era sumamente atractivo, tenía una brillante melena negra y un perfecto semblante griego adornado por una desarreglada barba. En su uniforme oscuro portaba el logo de “Juguetería New Year”.
-Vaya que está idiota.– dijo aquel hombre con una voz fuerte y profunda.– No se dio cuenta del único detalle importante.– El inspector Martínez, no dijo nada, estaba en shock – ¿Qué no lo huele? Ese aroma.
El inspector olió nuevamente, había evitado hacerlo a conciencia, ya había estado junto a otros cadáveres y el hedor era una de las tantas cosas que odiaba. Cuando el aire entró en sus fosas nasales notó algo de lo que debió haberse percatado antes. El lugar no olía mal, al contrario, olía dulce, fresco, era un aroma que había sentido antes, mas no lograba recordar qué era.
-¿Lo hueles? Es el olor del clavel chino, de la flor de cempoal.– replicó el hombre del uniforme.– Es el olor de la flor de los muertos.– dijo finalmente, justo antes de dejar tirado en el piso inconsciente al pobre oficial Martínez.


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