viernes, 12 de diciembre de 2014

Revenge 1: Un cambio a toda costa

Autor: Antony Llanos
Ilustración de Gino Descalzi
 

La vida diaria se vuelve tortuosa para los menos favorecidos económicamente. Pocas veces las personas comunes encuentran alivio a sus padecimientos y los problemas son pan de cada día. Dinero, trabajo, esposa, hijos, enfermedad, estrés, depresión, ira, impotencia y desesperación son solo algunos de los sentimientos o problemas más comunes. Incluso la gente con recursos se ve afectada por algunos de estos, pero el dinero ayuda a  resolverlos con mayor rapidez y casi siempre con resultados favorables. En cambio quienes carecen de poder económico se sumergen en un mar de injusticias y malos tratos de parte de las autoridades que lejos de protegerlos se sirve de ellos.
Tú lo has visto, lo has sentido. Ese es el despertar matutino, el desayuno diario del cual te sirves cuando vas a trabajar, cuando el jefe se aprovecha del poco tiempo libre que tienes y te asigna labores que nada tienen que ver con tu puesto. Puedes sentir esa rabia cuando el supervisor resulta ser un tipo de mente frágil que olvida haberte asignado una tarea de muchas horas para luego decirte que no es necesaria. Vivir así cada día solo para llegar al fin de semana, cobrar tu merecido sueldo y darte cuenta de la enorme lista de descuentos de cuya existencia no estabas al tanto. Subir a un bus repleto de personas que viven la misma existencia vacía enrumbándose a casa tras cada mísero día. Un cobrador de pasajes que apesta a sudor y usa una camisa percudida con el mismo olor penetrante que te hace fruncir el ceño. Con instrucciones inadecuadas te obliga a apretarte al fondo de un vehículo que ya rebasó su capacidad de usuarios. Ese magnífico chofer que se detiene en semáforos en verde, solo porque le da la gana mientras otros vehículos lo pasan de largo.

Llegar a casa y ver los recibos de alquiler y servicios esperando devorar ese sueldo que con esfuerzo ganaste solo para quedarte con una cifra mínima (piénsalo, sabes de lo que hablo), ver que te queda dinero para comprar apenas un pantalón y una camiseta, y ni siquiera de marca. Salir a comprar y cuando vuelves, darte con la sorpresa de que un trio te cerca con cuchillo en mano y se lleva lo poco que tenías, ese par de cosas que pudiste comprar con tu pobre sueldo. Renegar con el oficial de policía que parece más preocupado por el programa de televisión, mientras le cuentas lo sucedido sin ver una reacción de su parte. No tienes dinero para darle y él lo sabe, para él no hay justicia sin ese incentivo y tu pobreza no aminora su avidez por dinero fácil.

Llegar tarde a casa solo para saber que debes ir a trabajar nuevamente y dar vuelta otra vez en esa monótona espiral a la que llamas vida.
Piénsalo, si tuvieras el poder de cambiarlo todo, ¿lo harías? ¿Qué harías para cambiar el mundo? Esa es la cuestión con la que todos hemos soñado, ¿qué pasaría si tuviéramos el poder de cambiar las cosas? ¿Sería posible o solo es una utopía, un sueño basado en una esperanza que podría rendir frutos o ser meramente vana?


Abel llegó al trabajo como siempre a tiempo, no era algo nuevo y sus compañeros lo conocían por ser uno de los más puntuales obreros de la fábrica. Como de costumbre, el supervisor le asignó una tarea de las más desagradables, cualquier otro habría puesto algún pero o siquiera una queja, pero Abel no era así. A pesar de llevar solo un año de trabajo, el buen hombre había llevado una vida abnegada en esa fábrica. El supervisor parecía detestarlo solo por ser buen trabajador y se esmeraba en hacer de cada día laboral un verdadero infierno. Muchos compañeros lo observaban con admiración y aumentaban su ya enorme desprecio contra el supervisor.
Tras un suspiro, Abel se dirigió a su puesto, ese día le tocaba trabajar en unos enormes hornos. Retirar los ladrillos calientes del horno era algo que la mayoría tomaba por engorroso, pero lo era más cuando la temporada era muy alta. Los pedidos eran muy grandes y casi no había tiempo para descansar, la deshidratación era tema habitual de aquel puesto.
Ese día en particular las cosas salieron mal, después de sus doce horas de trabajo  Abel volvía a casa con una quemadura en el brazo, un dedo amoratado por un golpe. El bus estaba lleno y, siendo temporada de verano, el mal olor se acumulaba en el ambiente. Abel solo quería llegar a casa y olvidar todo al menos por las horas que podría dormir y soñar con alguna mejora en su vida. El bus lo dejaba a solo tres cuadras de casa,  pero esa no sería la caminata acostumbrada.  A solo media cuadra, tres tipos se le acercaron, dos por delante y uno por detrás. Sin darle tiempo a reaccionar, el de atrás lo cogió por el cuello, otro colocó un cuchillo en su estómago y el tercero le arrebato la mochila y la billetera diciendo: “Ya perdiste, brother”. Acto seguido le dio un puntapié en el estómago y los tres salieron corriendo. Al recuperar el aire, el pobre hombre tambaleó camino hacia lo que llamaba casa. Era un edificio de tres pisos donde arrendaba un cuarto en el último piso, un espacio pequeño donde entraba la cama y una vieja repisa apolillada, un armario de plástico viejo con huecos y una televisión antigua. Subir las escaleras con el dolor en el estómago fue terrible, pero más lo era el amor propio y la impotencia calaba hasta sus huesos. Solo atinó a dar un largo suspiro y siguió subiendo las escaleras. Al llegar a la puerta de su cuarto encontró una nota pegada en la vieja puerta de madera:

Señor Abel
Tiene uste dos días para pagar el ariendo del mes de diciembre el ariendo no ce paga solo no sea sinvergüenza y pague  de una ves lo que debe.
Atentamente
Sñor Manuel Saavedra

El señor Manuel era el dueño de la casa tenía una ortorafía terrible, incluso parecía que a duras penas sabía escribir o leer. En extremo grosero y sucio, solía pavonearse entre las pobres almas que caían en sus manos, ostentando fajos de dinero de los alquileres.
Era de estatura promedio, delgado y en extremo desaseado; una persona que difícilmente podría cualquiera tratar. Bebedor compulsivo, era común que desapareciera esos fajos de dinero en sus acostumbradas borracheras en el barrio. Frecuentaba prostitutas y armaba unos escándalos tremendos en el lugar pues nadie se metía con él sabiendo su pasado como asaltante. Llegar a ser el administrador de esos arriendos fue un caso de pura suerte al ser el único heredero de un padrastro que lo abandonó de pequeño. Cuando se quedaba sin dinero buscaba a quién joder por más y casi siempre se metía con los inquilinos más tranquilos.
Abel arrancó la nota y entró a su cuarto. Adolorido, se sentó en el borde de la cama en silencio. Rompió a llorar desconsoladamente, las lágrimas caían por sus mejillas, una tras otra, al suelo. Su cuerpo se retorcía con el llanto al esforzarse inútilmente por contenerlo, pero no podía. Miraba al suelo y veía cómo caían las gruesas gotas que manaban de sus ojos. Cuando levantó la mirada, el llanto se hizo mayor y no lo pudo contener más.
“¿Por qué Dios, por qué? ¿Qué hice, qué te hice, por qué me pasa esto a mí, por qué, Dios mío? Dame la fuerza para resistirlo o hacer un cambio”.
Después de horas de llorar se quedó profundamente dormido  y al día siguiente estaba listo para su jornada de trabajo. Ese día sus compañeros lo notaron distinto, lucía más apático y reacio, de trato hosco. Se dirigió a su puesto de trabajo y no dijo palabra alguna. Al finalizar su jornada volvió a casa, al bajar del bus caminó un poco y vio a los mismos tipos que lo habían atacado la noche anterior. Esta vez no lo veían como presa, observaban a una pareja en el paradero. Cuando Abel pasó cerca de uno de ellos, este sonrió y dijo “Holaaaa, pero qué buena resultó tu mochila”.  Solo atinó a seguir caminando; aunque la ira inhundaba su  ser, no se sentía capaz de reclamarle nada, ellos eran tres y fácil lo apuñalarían hasta matarlo si les reclamaba algo.
Al llegar a su cuarto solo sentía ira, ira de la más pura e infinita. Cuánto había soportado, cuánto había intentado ser una buena persona y no había resultado en nada bueno. Solo se habían aprovechado de él, lo habían explotado, lo detestaba el supervisor de su trabajo, su casero lo agobiaba, no hacía poco lo asaltaron y los ladrones andaban impunes. ¿Cuándo, cuándo acabaría todo este suplicio que parecía empujarlo solo a tomar una decisión fatídica? Del viejo armario de plástico extrajo una botella con una etiqueta en la cual resaltaba un cráneo y dos huesos cruzados. Muchas veces había pensado quitarse la vida pero nunca tuvo el valor de hacerlo, esta vez parecía estar decidido a hacerlo. Sirvió en un vaso de plástico descartable el veneno y cerró los ojos mientras su mano acercaba el vaso a la boca.
Un resplandor iluminó la habitación mientras una fuerza sobrenatural empujaba  su mano hacia un lado derramando el elixir mortal. Desconcertado y asustado, Abel abrió los ojos  y lo que vio parecía confirmar que estaba muerto.
De pie frente a él se hallaba un ser luminoso, vestido con túnica blanca y broches dorados, observándolo atentamente. Abel, aterrado, se arrinconó a un lado de la cama, pegado a la pared, imaginando que la aparición era un síntoma del veneno que creyó había bebido.
-Tranquilo, no te hare daño. Pero tampoco permitiré que te dañes.
-¿Eres real?- pregunto incrédulo Abel.
-Muy real, tanto que supongo me excedí al evitar que bebieras el veneno- respondió la entidad.
-Oh Dios mío- exclamó el pobre hombre al darse cuenta de que su mano estaba doblada de tal modo que el dorso quedaba casi pegado al brazo.
-¡Tranquilo, lo arreglaré!- rápidamente tomó la mano dislocada y la colocó en su sitio de tal modo que el asombrado Abel ni siquiera lo sintió.
- ¿Entonces no bebí el veneno? ¿Qué está pasando y quién eres tú?
-Mi nombre es Azariel, soy un ángel.
-Un ángel, jajaja, sí, claro, por supuesto.
-Te he observado durante trescientos veintiséis días, eres uno de los pocos hombres de buen corazón que camina por este planeta. De cierta manera me recuerdas a un buen hombre llamado Job, quizá lo hayas leído en la Biblia.
-La verdad es que no abro una desde que era adolescente,- respondió sorprendido.
-Bueno, en vida Job fue un buen hombre que padeció innumerables injusticias. Al final fue recompensado por su buen corazón. Es una historia parecida a la tuya: pese a todo lo que te ocurre, siempre tienes buena disposición y quiero recompensarla.
-¿De qué manera podrías ayudarme?
-La verdad es que desarrollé un sentimiento al que ustedes llaman amargura, algo extraño en nosotros. Supongo que se debe a que por milenios he sido testigo de gente que igual que tú sufre una y otra y otra vez. He visto ir y venir muchos hombres justos sin recibir alguna compensa por el sufrimiento que experimentaron en vida. Después de siglos como espectador decidí romper las reglas y estoy aquí para cambiar eso. Quiero hacer algo al respecto y sé que tú también. Pero quiero que sepas lo que esto implica, una vez que tomes la decisión no habrá vuelta atrás. Creo que hay una posibilidad de cambiar las cosas y tú tienes el corazón y la fuerza de voluntad para hacerlo.
-¿A qué te refieres con que no hay vuelta atrás? No entiendo eso.
-Sabes, al venir aquí tomé un camino del que no hay retorno. Ya no podré volver al cielo, pues acabo de romper la regla más grande que tenemos de “no intervenir”. Anoche llorabas desconsolado cuando llegaste aquí, ¿qué fue lo que pediste mientras sollozabas?
-Pedí la fuerza para soportarlo, pedí  la fuerza para hacer un cambio…
-Estoy aquí por esa razón y voy a hacer algo que no se hizo nunca antes. Te daré la fuerza para que no solo lo soportes sino para que hagas un cambio. Tengo curiosidad por ver ese cambio. ¿A qué te referías con ese cambio que mencionaste?
-Me refería a cambiar las cosas, iniciando con la injusticia, detesto la injusticia a morir. ¡Cuántas veces he visto a los agredidos pagar por los abusos de los criminales! Me han asaltado tantas veces y la policía no tiene interés alguno en hacer algo al respecto.
-Si yo te dijera que durante un tiempo limitado tendrás el poder para realizar grandes cambios, pero que al cabo de ese tiempo morirás, ¿lo aceptarías?
-¡Sí! Claro que sí, sin dudarlo- respondió  Abel.
-Entonces ambos haremos un gran sacrificio: durante cuarenta y ocho horas tendrás todo mi poder y veremos si logras hacer ese cambio. Cuando ese tiempo finalice, ambos moriremos.
-¿Por qué lo haces?
-Porque detesto ver pasar el tiempo sin poder hacer algo más que observar. Porque quiero desaparecer sabiendo que morí haciendo un cambio a vivir una eternidad sin hacerlo.
-¿Haremos un cambio?
-Así es.
-Hagámoslo entonces.
-Así será.
El ángel se disolvió en una luz que parecía componerse de pequeños destellos que flotaban alrededor de todo el cuarto. Abel sintió una calidez increíble y una sensación de bienestar. La luz parecía cubrirlo de pies a cabeza dejando un halo luminoso alrededor de su cuerpo. El ángel había desaparecido pero él podía sentirlo en su interior, era una posesión angelical, si podía llamarse así. Abel se sintió fortificado, una sensación de invulnerabilidad lo animaba a hacer una prueba y salir de dudas. Todavía cuestionaba si era todo un invento de su mente. Salió de su cuarto y vio por la azotea  una caída de tres pisos, sin temor dio un salto y cayó suavemente.
Lo que sigue es una cruzada de cuarenta y ocho horas por lograr un cambio en el mundo.


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