domingo, 12 de abril de 2015

NEUSUD - Telekinesis 7: Tropelía

Autor: Gerardo Espinoza

El silencio se fue quebrando a medida que el vehículo se acercó zigzagueando a toda velocidad. El agente Gamboa tomó el altavoz y se trepó sobre una peña al borde del camino.
-¡Detenga su vehículo, está rodeado! ¡Tenemos órdenes de abrir fuego si ignora estas advertencias! – repitió esta frase las veces que creyó necesario.
El carro estaba cada vez más cerca. Luces potentes alumbraban el sitio del encuentro. Detrás del sospechoso venían tres patrullas del escuadrón secundario persiguiéndolo.
Restaban menos de veinte segundos para el encuentro y Dorian ordenó preparar las armas,  el impacto era inminente.
-¡Ese infeliz no se va a detener! ¡Apunten al motor y las llantas, carajo!
Una serie de ráfagas certeras acabaron con las llantas delanteras del auto, que perdió el control estrellándose contra varios montículos de roca antes de parar.
El agente se dispuso a dar otra orden, pero una alerta en la radio le interrumpió.
-¡Está ocurriendo de nuevo! ¡La información no puede perderse!– Era la voz de Neira que transmitía desde Lima Gris.- ¡Es el pulso…!- la transmisión se interrumpió. Al instante las luces se volvieron intermitentes y el altavoz emitió estática.
Un pulso electromagnético, igual al que se había hace un año. Volteó a ver a los soldados que miraban al cielo vociferando cosas, parecían asombrados por algo, mientras el general se mantenía indiferente. Gamboa alzó la vista y presenció por primera vez el fenómeno; una aurora austral trazando el cielo con un verde fosforescente, era tan extraño presenciar una en estas latitudes.
Entonces ocurrió: las camionetas que rodeaban al sospechoso acababan de estallar; algunos supervivientes intentaban huir del fuego entre trozos de metal y otros cuerpos.
Cerca de allí, el sospechoso salió de su camioneta y empezó a andar con las manos en la cabeza. Gritaba horrorizado, miraba a todos lados y se alejó corriendo del siniestro.
-¡Deténganlo, carajo!- gritó Gamboa a todo pulmón.
Un grupo de cinco soldados fueron a su encuentro, tras ellos otros cinco listos para socorrer a los heridos más adelante. Rápidamente se adelantó uno de ellos y se apresuró a reducirlo.
-¡Al piso, carajo!– gritó violentamente, lleno de ira en los ojos.
-No hice nada, lo juro…- el sospechoso estaba lleno de lágrimas y presa de una taquicardia que le impedía hablar fluidamente.
-¡He dicho al piso, mierda!- dijo y embistió violentamente al joven que era más pequeño y esmirriado que él. Le propinó una fuerte patada en el estómago lanzándolo al suelo. El sospechoso gritaba de dolor con la cabeza pegada al asfalto. Sentía el cañón de la metralleta quemándole el rostro. Cuando lo vieron reducido, los demás soldados se adelantaron a socorrer a los heridos.
Gamboa ordenó llevarlo a las patrullas. Tres soldados se apuraron a esposar al muchacho que se retorcía en el suelo. Uno de ellos lo alzó bruscamente por el cuello, logrando que se pare a duras penas. Luego otro militar lo golpeó en el estómago y rostro para ablandar su moral y dejarlo “mansito”.
Al otro lado de la carretera, los civiles presenciaban horrorizados el maltrato que recibía el joven. Los gritos de dolor y ruegos del sospechoso hacían eco en toda la quebrada; las mujeres y algunos niños se estremecían oyendo sus quejidos.
El sospechoso no se dejaba esposar y sacando fuerzas de donde no tenía logró encajar un cabezazo al soldado que lo cogoteaba. Al momento recibió más golpes que bien pudieron dejarlo inconsciente, pero él seguía luchando.
De repente, una luz lo inhundó todo y, cuando se despejó, los soldados quedaron desperdigados por el suelo, ensangrentados y con los miembros desgarrados.
Gamboa no oía su propia voz ni los quejidos de sus soldados. Bajó de la peña, consciente de que la situación sólo podía empeorar. Cuando estuvo cerca a los demás ordenó abrir fuego. Hizo señas, gritó sin saber si le escuchaban. Al momento varios soldados se adelantaron en busca del sospechoso abriendo fuego sin remordimientos. El joven todavía resplandecía mientras corría a toda velocidad. Las balas no parecían hacerle daño y pronto estuvo cerca de ellos lanzándolos por el aire con una fuerza invisible. Gamboa no podía creerlo.
Entonces supo al instante lo que debía hacer. Buscó cubierta y empezó a correr en busca de su equipaje, recordando la advertencia proporcionada por Neira: el pulso. Debía proteger la cámara, la información, todo cuanto pudo ser grabado era vital.
El general a cargo ordenó seguir disparando mientras subía a una camioneta. Encendió el motor y avanzó a toda velocidad contra el sospechoso que estaba  a pocos metros. Gamboa no podía impedirlo; sabía que sería inútil. Siguió corriendo y tomó la cámara en el preciso instante en que la camioneta del general se abalanzaba contra el joven que instantáneamente se esfumó. El auto dio un giro en el aire y cayó al suelo triturando al general.
-¡Apaguen todas las unidades, radios y motores!– al fin pudo oír su propia voz. -¡El pulso electromagnético satura todos los componentes eléctricos haciéndolos estallar!
El sospechoso apareció un segundo después más cerca del bloqueo. Las balas no le hacían daño, es más, desaparecían inexplicablemente. Todo aquel que se le cruzaba caía muerto. Su cuerpo resplandeciente corría entre los soldados apareciendo y desapareciendo casi cada segundo y en lugares distintos.
El pánico sacudió a los civiles que huyeron bajando la quebrada seca, presas del pánico y los hechos sangrientos que presenciaron. Gamboa corrió con cámara en mano tras el sospechoso. Consiguió grabar esa extraña forma de aparecer y desaparecer. Corrió tan rápido como pudo mientras daba órdenes a los soldados:
-¡Levántense carajo! ¡Fuego a discreción! ¡Mátenlo!
Tras él se sumaron varios soldados que enseguida empezaron a disparar al costado suyo. Una seguidilla de ráfagas alcanzó al joven luminoso; era un pelotón de fusilamiento en movimiento. Gamboa seguía grabando la escena.
-¡Granadas!– gritó con voz agitada.
Al instante varias salieron volando directo hacia el sospechoso detonando todas a la vez. Deflagración tras deflagración lo aturdieron poco a poco. Trastabilló perdiendo el equilibrio. No tenía sentido seguir corriendo. Todo estaba perdido, pensó el sospechoso. Gradualmente dejó de resplandecer. Trotó mirando al suelo exhausto. Listo para morir.
Una a una llegaron las granadas a sus pies. Se detuvo y volteó a mirar a los soldados; luego estalló en mil pedazos.


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